Hay obras que nacen rotas, cercenadas en su mitad. El nuevo trabajo de Angélica Liddell, Seppuku, el funeral de Mishima , tiene esa virtud. A mitad de obra hay un precipicio, un abismo. Tras él la obra continúa, llegan acciones, escenas, incluso un gran texto. Pero todo estará ya roto por una laguna estigia fabricada con mínimas, pero infinitas partículas de una tristeza inconmensurable. Doscientas personas llegaron a las cinco y media de la mañana para ver la nueva obra de “la Liddell” en el pequeño Teatre Salt dentro del Festival Temporada Alta. Al acabar la función, tras los comentarios sobre las escenas más “liddellianas”, se escuchaba un sonido sordo, un eco silenciado que nadie se atrevía a nombrar.
Yukio Mishima es uno de los grandes de la literatura del siglo XX. Libros como El pabellón de oro o La corrupción del ángel son fundamentales para entender la sociedad japonesa después de la Segunda Guerra Mundial. Su posicionamiento político, de un nacionalismo exacerbado que clamaba por la vuelta a la tradición milenaria del Japón y la defensa de la figura del emperador, hizo de él una figura controvertida. Su trágico final, Mishima se suicidó siguiendo el ritual del seppuku, el conocido harakiri, dotó a su vida de una significación simbólica. Hizo de su vida una obra de arte. Vida y obra quedaron bajo una misma ley: la de la estética.
Angélica Liddell en estos más de treinta años de carrera ha trabajado en numerosas ocasiones mirándose en otros, en verdaderos “faros”, que diría Baudelaire, que le iluminaran el camino. Los ejemplos son múltiples. El cantante agujetas en Tenebrante , Ingmar Bergman en DÄMON , el torero Juan Belmonte en Liebestod , Emily Dickinson en Esta breve tragedia de la carne o Issey Sagawa, el escritor japonés caníbal (sí incluso un caníbal puede ser un faro en el universo de esta artista) en ¿Qué haré yo con esta espada?, son algunos ejemplos.
Pero en esta ocasión el faro elegido, Mishima, es especialmente medular y trascendente. La obra comienza con Liddell contando al público como en 2010 ideó la manera de suicidarse. Incluso muestra en escena imágenes de ella ahorcada, quería ver, dice, el cuadro que dejaría a quien la encontrara. Inmediatamente después uno de los actores de la pieza, el japonés Kazán Tachimoto, interpreta una fragmento del cuento Patriotismo escrito por Mishima. El fragmento elegido no es otro que la descripción violenta, de un lirismo insoportable, en la que el teniente Shinji se suicida en frente de su mujer siguiendo el ritual del seppuku. Un cuento que acabó siendo premonitorio.
Declaración de principios e intenciones. “No me entendéis”, dirá Liddell al final de la obra mirando al público. Después llegarán dos de las escenas más tristes, más inconsolables que el que escribe haya visto en el teatro de esta artista. En la primera, Liddell irá poniéndose prendas de gente muerta. Dará sus nombres y dirá la causa de su muerte, varias de ellas serán suicidas. Tras estos fríos datos a cada persona le dedicará Liddell un poema funerario. Pequeños haikus extremadamente bellos y melancólicos. Después Angélica alumbrará dos incensarios con las cenizas de sus padres muertos. Esto es literal. No hay metáfora. La artista absorberá con inmensa pena el humo que asciende. Ahí la pieza se quiebra. No habrá retorno.
Cuando esta sima se produce todavía queda más de la mitad de la obra. Luego llegarán numerosas escenas. Unas muy Liddell. Tachimoto y Liddell se sacarán sangre para luego mezclarlas y pintar un ideograma. Fumará con la vagina. Saldrá un culturista, Alberto Alonso Martinez, y su público se acordará de aquel montaje del hace 15 años, La casa de la fuerza . Incluso habrá una pequeña pieza de teatro noh, Hagoromo. La túnica de plumas , interpretado a la usanza por el propio Tachimoto y el también actor y bailarín japonés Ichiro Sugae. Una preciosidad teatral donde la fuerza de toda la escena se concentrará en una pequeña pluma roja. Pura síntesis teatral a la japonesa. Pero todo dará ya igual porque uno andará enterrado en la fosa cavada en esa primera parte, perdido en esos pequeños haikus de una fuerza sobrecogedora, en ese humo aspirado…
En esa segunda parte también habrá un texto que la arista irá intercalando entre las escenas. Un texto enorme que comienza con Liddell diciendo con fuerza y baile, con esa manera de decir con el cuerpo. El texto explica, filosofa, argumenta. Es un parlamento donde Liddell realiza una simbiosis de su pensamiento con el de Mishima. Un texto cascada, excesivo, verborreico, donde la muerte es éxtasis, donde se confiesa el rechazo de la artista hacia la especie humana, el asco que le produce el prójimo, donde se eleva la estética a la única posible ética; y en el que, al igual que el escritor japonés, Liddell dice ser una samurái en tiempos de ruina.
Un samurái necesita obedecer, hay que entregarse a algo superior, sino el ser humano se degrada, dice el texto. Ese algo superior puede ser el Emperador como en el caso del escritor japonés. Para Liddell, sin embargo, han sido la escritura y el teatro a quienes ella se ha doblegado. Liddell lleva años siendo soldado de esos dos emperadores. Pero en el texto también hablará la artista de la agonía que supone la vejez y la degradación del cuerpo. Una agonía miserable frente al resplandor y la energía que se desprende de la muerte.
Palabras, muchas palabras de algo que ya se había hecho carne en las primeras escenas. En la retina del espectador reinará la primera imagen de esta obra. La mirada de esta artista llegando a escena, desnuda, mostrando su cuerpo ya en declive. En esa mirada está ya todo. El texto acabará con Liddell hablando a los espectadores, de manera pausada, diciendo “no me estáis entendiendo”.
Hay cosas que no se han de nombrar. Y menos escribir. Tan solo queda apuntar la extraña sensación de partida que quedó sobrevolando, la sensación de una presencia, de un bicho bien negro, de otro mundo, tantas veces invocado por esta artista y que en este estreno decidió, si bien de manera invisible, hacerse presente. Liddell lleva años defendiendo una estética que es ética de vida, años afirmando que cuando uno decide segar un campo solo ha finalizado su tarea cuando se siega a sí mismo. La obra acabó con el día ya amanecido, una mañana gélida que tras la obra se volvió insoportablemente desapacible.

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