Si me pidieran un ejemplo para ilustrar el conflicto entre fantasía y realidad a la hora de componer una ficción inspirada en hechos históricos, elegiría el caso de Rudolf Nureyev.
El bailarín ruso fue uno de los personajes legendarios de ese formidable período de la geopolítica pop que se llamó Guerra Fría, entre 1960 y 1990. Ese conflicto era una especie de superproducción planetaria que incluía dos grandes enemigos, la Unión Soviética y los Estados Unidos, bombas nucleares, expediciones al espacio exterior, agentes secretos, rebeliones estudiantiles y guerrillas tropicales, con la coda final de una enfermedad contagiosa a la que se le atribuyeron propósitos morales.
No tengo los conocimientos mínimos necesarios para discernir si el talento de Nureyev era tan maravilloso como afirmaban

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