Creían los comechingones, antiguos habitantes de Córdoba, que nuestras sierras eran un enorme cántaro que guardaba las viejas y las nuevas lluvias.
Este cántaro tenía grietas por donde el agua se escurría en pequeñas cascadas o en vertientes que corrían hasta el pie de la montaña.
Era aquel el hogar de un ánima silvestre a la que los comechingones llamaban “la Madre del Agua”: era muy caprichosa y, elevándose del arroyo con el rostro brillante de mica, solía asustar a los niños que iban a pescar mojarras a la siesta.
De noche, al resplandor del fuego, los ancianos contaban a la tribu hechos maravillosos y decían que podía descubrirse que la diosa andaba cerca porque sus huellas olían a peperina, que llevaba el pelo dividido en dos, trenzado con hilos de luna y con hilos de sol, y como v

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