En las campañas electorales es inevitable que la dimensión emocional adquiera protagonismo, especialmente en la segunda vuelta. Los candidatos buscan movilizar al electorado mediante promesas disruptivas y propuestas envueltas en un lenguaje de urgencia. No obstante, una competencia política sustentada en emocionalismos, sin previsiones responsables ni criterios de factibilidad, deriva en climas de polarización extrema para cualquier electorado. Por eso, la participación democrática se degrada cuando el antagonismo reemplaza el debate deliberativo y las expectativas colectivas son sustituidas por narrativas identitarias basadas en la confrontación, que definen el “nosotros” en oposición al “ellos” antagónico y presentan la política como una lucha existencial en lugar de un proceso de perma

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