Europa llevaba años mirando hacia arriba y viendo pasar aviones que no le pertenecían. Eran otros los que dominaban el cielo. Los nombres estadounidenses se repetían en cada aeropuerto, como si la industria aeronáutica fuera un territorio ya conquistado donde no quedaba espacio para nuevas banderas. Ese escenario, a mediados del siglo XX, se volvió una incomodidad que algunos gobiernos y fabricantes europeos se negaron a aceptar. Parecía que el continente se había resignado a comprar y operar lo que otros producían, hasta que un grupo reducido de ingenieros decidió que aquello no podía durar para siempre.

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La conversación empezó de manera dispersa en los años sesenta, cuando Franc

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