Hasta que cambiaron a Hondarribia , la excursión de fin de curso del colegio solía ser a Urbasa . No había un intenso programa. Llegábamos al Raso mareados como patos, nos echaban del autobús y, supongo que tras dar una vuelta, los que ahora llamaríamos monitores nos abandonaban junto a la carretera mientras ellos almorzaban en el palacio del marqués de Andía , venta por aquel entonces. Unos sacaban el balón y otros nos inventábamos exploraciones y lances varios por la campa, aunque le verdadera aventura comenzase a la hora del bocadillo . Sacarlo a la luz era como convocar a la jauría. ¿Perros? No, cerdos.
Grandes y pequeños, monocolores rosáceos o moteados, aparecían como por arte de magia de no se sabe dónde para birlarnos los bocatas. Menudos cabrones. No le hacían ascos al

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