El 2 de diciembre de 1993 , cuando las balas todavía humeaban en el caserío de Medellín y un helicóptero vibraba sobre los techos como un presagio inevitable, el mito de Pablo Emilio Escobar Gaviria llegaba a su final . No era ya el patrón todopoderoso, el que había ordenado decenas de bombas y miles de asesinatos, el que manejó a Colombia como si fuera una finca privada. Era un hombre perturbado, aterrado, enloquecido, disfrazado con peluca y gorrita, viviendo a saltos, prófugo de todos, totalmente alterado y traicionado por su propia mente.

Después de la fuga de La Catedral en julio del 92 , aquella cárcel diseñada a medida donde había mandado construir hasta una cancha de fútbol y supo jugar con ídolos de la talla de Francisco Pancho Maturana, Faustino Asprilla, Leonel Álvare

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