Luis, el empresario español con que trabajaba temas de inversiones extranjeras en La Habana de principio del siglo XXI, me pidió que fuera a su oficina temprano para presentarme a unos panameños que prometían traer mucha plata para invertir en la isla, pero que llegaban sin la menor idea de dónde poner sus cuartos.
Luis presumía de mí como abogado experto en “colar a los yumas” en el incipiente mercado internacional, (en dólares), que habían autorizado en la isla.
Y yo andaba feliz de mi amistad con este español, amable y sano, con quien había hecho una buena mancuerna para flotar y hasta remar en aquellas mareas ciclónicas, de militares estrenando guayaberas y ministros apurados en cobrar antes que llegara el Y2K, que, como Armagedón, auguraba el final de los tiempos.
Por eso era lóg

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