Estamos en una época en la que la inteligencia artificial promete -¿o amenaza?- con reescribirlo todo: la industria, la comunicación, la ciencia y, si me tardo un poco, la política y hasta la creatividad misma, pasando por la autoría de millones de personas cuyo nombre se pierde en el ciberespacio.

Resulta tentador que, con el tiempo, la IA podrá hacerlo absolutamente todo pero, a pesar de sus versiones más avanzadas, este monstruo alimentado por la brillantez de seres racionales también tiene sus limitantes: las fronteras humanas.

La IA jamás podrá cruzar esas fronteras humanas por una sencilla razón: las máquinas, los programas computacionales, las programaciones cibernéticas no sienten, no se emocionan, no se comprometen y, aunque tampoco cobran sueldo ni tienen prestaciones, no asume

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