Hay herencias que no aparecen en un testamento, no exigen notario, no tienen un valor en euros y, sin embargo, son las que más pesan sobre quienes las reciben. Son huellas emocionales, los gestos cotidianos, los silencios que se acumulan durante años y que, sin advertirlo, se convierten en la verdadera herencia que dejamos a quienes vivieron a nuestro lado. A veces son luz, pero otras, y más de las que quisiéramos admitir, son sombra.

Existe una herencia maldita que casi nadie se atreve a mirar de frente, la herencia del desprecio silencioso, del ninguneo prolongado, de la indiferencia que se disfraza de normalidad. Se transmite en gestos minúsculos que se repiten una y otra vez, en decisiones tomadas por detrás, en conversaciones que se ocultan, en derechos ajenos arrebatados, aprovechan

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