Desde hace más de un siglo vivimos en un país de simulación. En la década de los 40, los maestros de primaria enseñaban: “Un esclavo al llegar a México, con tan sólo poner un pie en nuestro territorio, es hombre libre”. Aunque no se tuviese precisa la noción, el corazón se llenaba de alegría y admiración, pues se intuía que al extranjero se le daba un bien duradero.
Años después, al leer México bárbaro, de John Kenneth Turner, se conoce la realidad. Los hermosos edificios de Paseo Montejo, en Mérida, Yucatán, en la época del oro verde, se edificaron con la sangre, el sudor y la injusticia de indios yaquis y mayos de Sonora. Firmaban un contrato, los casan, los obligan a pagar por el traslado en ferrocarril y barco, de Sonora a Veracruz, y Yucatán; heredaban la deuda a sus hijos.
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