El pasado 10 de diciembre, el Ayuntamiento de Oslo estaba preparado para una jornada histórica de la geopolítica. Esta imponente y austera edificación inaugurada en 1950 se dispuso, como ocurre cada año, para ser el epicentro de la entrega del Premio Nobel de la Paz.
A diferencia de otras veces, cuando el galardón luce la cruz de las controversias, de las intrigas y de los méritos escasos, esta vez se fundamenta en el merecimiento que, según los ‘nobelólogos’, subyace en los entregados a Martin Luther King, a Nelson Mandela o a Lech Walesa.
Mientras llegamos al Ayuntamiento, entre los invitados de todos los confines, en especial los de Latinoamérica, crecían las apuestas sobre si aparecería la galardonada de este año, la venezolana María Corina Machado, después de superar toda suerte

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