Uno de los problemas de la Barcelona contemporánea -tal como yo la veo- es la existencia de dos discursos que nunca se mezclan. Por un lado, el de políticos y empresarios que, felices de la vida, consideran que la ciudad ha experimentado un cambio tan positivo y que las cosas van tan bien (con algunas cosillas). Y que todo ha sido gracias al 92. Y después están los escritores y artistas (no todos, pero muchos) que consideran que la ciudad cada vez tiene menos substancia y que todo empezó a torcerse en el 92. En medio, los ciudadanos, que se entusiasman, pasan, protestan, refunfuñan o agachan las orejas, según el momento. Combinar las dos historias y que no te salga el monstruo de Frankenstein, requiere unas grandes habilidades reflexivas y especulativas. Jordi Amat (Barcelona, 1978), que s

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