La gastronomía tiene sabores distintos. Está el dulce de la hospitalidad, el que alimenta cuerpo y alma, el que abraza a los comensales y crea memoria. También el que da empleo, impulsa desarrollo y construye cultura y país. Y existe otro: el amargo. El del detrás de las cocinas, del que poco se habla y casi no se visibiliza. Ese sabor feo e inhumano que contrasta con un oficio que, por esencia, debería resaltar lo humano.
Cada año aparecen nuevos premios y reconocimientos. El mundo gastronómico vive en un calendario paralelo de ceremonias, alfombras, viajes, fiesta y fotografías. Comensales que brindan, medios que elogian y amplifican, cocineros que celebran.
Mientras todo eso ocurre, pocos se detienen a reflexionar sobre lo que sucede detrás. La trasescena sigue siendo un territorio in

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