“¿Qué hay en ella, de qué va todo esto?”, se lamentaba nada menos que Joseph Conrad a nada menos que H.G. Wells. El universo austenita le quedaba muy lejos. Igual le ocurría a Mark Twain , a quien los escritos de lo que se le debía antojar como una tía abuela afectada le causaban alergia. Una desafección que no es exclusiva de algún tipo de complejo testosterónico ante un aluvión de muselinas. Charlotte Brontë no diferenciaba sus historias de una merluza en la pescadería: no encontraba nada “vivo” ni “cálido” en ellas.
En parte, los entiendo a todos. Imagino que has de picar el anzuelo, y lo mismo se te escapa entre prejuicios, jóvenes casaderas y un lenguaje que, si es algo, no es directo. Pero, para mí –y como diría el versículo– su corazón está embotado, sus ojos no ven, y sus

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