
En las noches sofocantes del verano, mientras giramos en la cama y la almohada parece un trozo de lava volcánica, ¿quién no quisiera escapar a un gélido laboratorio criogénico, enfundarse en un abrigo digno de la remota Antártida y conquistar la frontera definitiva del frío: el cero absoluto?
Sin embargo, despertaríamos antes de lograrlo, porque esta frontera no solo es difícil de cruzar, sino literalmente imposible. Por más que nuestros termómetros digan otra cosa. Y eso nos lleva al fascinante sueño de William Thomsom Kelvin, más conocido en el “barrio científico” como Lord Kelvin.
El primer intento de llegar al 0 absoluto
Allá por 1848, este físico escocés, amante de los barcos a vapor y con una peculiar afición por medir absolutamente todo, decidió inventarse una nueva escala de temperatura. Hasta entonces, los físicos Anders Celsius y Daniel Gabriel Fahrenheit manejaban cifras caprichosas para definir el cero de temperatura. Sus respectivos ceros arbitrarios se definían según la temperatura de congelación de una solución de salmuera, hecha de una mezcla de agua, hielo y cloruro de amonio (una sal).
Pero William Thomson Kelvin perseguía algo más riguroso, más absoluto. Su cero sería la temperatura más baja posible, aquella en la que las partículas que componen la materia que vemos se detienen por completo. O casi, porque en física siempre hay trampas.
Un fenómeno de equilibrio
Durante décadas, la escala Kelvin de temperatura se definió tomando como referencia un fenómeno curioso llamado el punto triple del agua .
Para entender de qué se trata, imaginemos un espectáculo de equilibrio circense a escala molecular del H₂0 en tres estados distintos (el hielo sólido, el agua líquida y el vapor) logrando coexistir pacíficamente a exactamente a 273,16 kelvin (K, en su formato abreviado), es decir 0,01 °C, que se consigue a una presión de 657 Pascales (Pa), aproximadamente 0,0060366 veces la presión atmosférica habitual. Bonito número, ¿verdad?
Este escenario, digno de un tratado diplomático, sirvió de referencia universal hasta que los físicos nos cansamos de depender del agua para establecer la frontera del 0.
El valor de la K
En 2019, la física cambió de tercio. Se decidió fijar el kelvin a partir de una constante fundamental, algo así como el ADN térmico del universo: la constante de Boltzmann (otro científico increíble, padre de la Física Estadística y de otras muchas cosas).
Desde aquel momento, un kelvin quedó definido oficialmente por una energía microscópica de exactamente 1,380649 × 10⁻²³ julios por partícula. Es una cifra extraña y ridículamente pequeña, pero a la física le encantan los decimales interminables, así que no había mucho remedio.
Ahora bien, ¿por qué tanto empeño en esta escala tan peculiar? ¿Acaso no basta para entendernos cuando hace frío o calor con los grados Celsius o Centígrados? (que, por cierto, no son lo mismo y deberían reemplazar a los Fahrenheit en algún acuerdo internacional que nos facilitase la vida cuando salimos de viaje).
No todos los 0 son 0
La respuesta es sencilla pero profunda. Celsius fija el cero donde se congela el agua, algo práctico, admitámoslo, pero impreciso, porque el hielo puede estar a temperaturas bajo cero.
Por el contrario, el kelvin se conecta directamente con el corazón íntimo de la materia. Es una escala absoluta porque este cero de temperatura corresponde al mínimo movimiento posible de cualquier partícula. A eso lo llamamos “cero absoluto”, aunque aquí viene el chiste sideral: jamás podremos alcanzarlo.
Como diría Walther Nernst, autor de la tercera ley de la termodinámica –y probablemente aguafiestas profesional–, el cero absoluto es un límite al que podemos acercarnos infinitamente, pero jamás tocar.
Y no es que nos falten ganas: científicos de todo el mundo llevan décadas tratando de reducir en sus laboratorios la temperatura de la materia, de milikelvin en milikelvin, acercándose aventuradamente a ese frío cero perfecto. Pero siempre queda una fracción imposible de superar, un último peldaño que parece burlarse de nosotros desde el fondo del congelador cósmico.
El experimento más frío conocido
Esa tensión fértil entre límite teórico e innovación experimental es, justamente, lo que mantiene viva y pujante esta área de la Física.
Los físicos experimentales no cesan en la búsqueda del “santo grial” termodinámico, pero el cero absoluto –exactamente 0 K, donde toda actividad térmica cesa– sigue resistiendo con obstinación cualquier intento de alcanzarlo, aunque cada vez está más cerca.
En experimentos recientes se han logrado temperaturas extraordinariamente bajas. Por ejemplo, en 2021, científicos alemanes enfriaron átomos de rubidio hasta unos impresionantes 38 picokelvin (38 billonésimas de kelvin), aprovechando la microgravedad en la torre de caída de Bremen (Alemania). Este experimento es uno de los más fríos jamás realizados en nuestro planeta y muestra la increíble capacidad técnica actual para rozar los límites del 0 K.
A esa línea se suma la investigación en órbita espacial a bordo de la Estación Espacial Internacional, con el Laboratorio de Átomos Fríos (Cold Atom Lab) de la NASA, donde también se han producido y manipulado condensados con energías en el régimen de picokelvin y en escalas de duración temporal inalcanzables en la Tierra.
Pero ni siquiera estas impresionantes hazañas han logrado –ni lograrán– romper la barrera final: la teoría termodinámica actual indica claramente que el cero absoluto es inalcanzable en la práctica, ya que requiere energía y tiempo infinitos (Masanes & Oppenheim, 2017).
El frío cósmico
¿Y si miramos a la nada, al vacío cósmico? Por más que lo parezca, el universo no está muerto de frío. El espacio interestelar, ese páramo desolado entre galaxias, conserva un leve susurro térmico: 2,725 kelvin, la temperatura del fondo cósmico de microondas, ese eco sordo del Big Bang que aún vibra por los pasillos del tiempo. Ni siquiera los rincones más solitarios del cosmos consiguen librarse de él.
El cero absoluto, ese ideal de congelación total donde los átomos deberían rendirse y quedarse quietos de una vez, sigue siendo tan inalcanzable como la imparcialidad en un debate político. Siempre hay algo molestando, una radiación rezagada, una fluctuación cuántica inoportuna, la omnipresente gravedad metiendo baza.
Así que no, el universo no puede apagar del todo su calefacción. El 0 K es como el horizonte: lo ves, lo sueñas en una noche de verano shakesperiana, pero nunca lo pisas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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José Ygnacio Pastor Caño no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.