Mientras el país se recupera de la resaca de la elección judicial y se concentra en los pactos soterrados y los futurismos del 2030, algo más grave y, al mismo tiempo, más silencioso está ocurriendo: una reforma electoral ya está en marcha. No ha sido votada en el Congreso, ni debatida en foros públicos. No se imprimió en el Diario Oficial. Pero avanza con eficacia quirúrgica. Es la reforma que se ejecuta sin leyes nuevas, pero con efectos reales: un desmantelamiento al INE disfrazado de reforma.
No se trata de modernizar el sistema electoral, sino de desactivarlo desde dentro. El INE, que durante años fue ejemplo continental de autonomía y fortaleza técnica, hoy opera como un ente anestesiado. Ha dejado de fiscalizar con rigor, ha tolerado violaciones flagrantes a la equidad electoral y