
En el ensayo El fracaso de la república de Weimar, el periodista e historiador Volker Ullrich plantea una pregunta inquietante cuando se contempla desde hoy: ¿cómo pudo desmoronarse con tanta facilidad la democracia alemana en los años 30?
Su respuesta no apunta a un destino trágico, sino a una serie de decisiones evitables. “Nada estaba escrito”, insiste. Si algunos jueces y políticos –yo añadiría periodistas– hubieran actuado con mayor claridad, Adolf Hitler podría haber sido solo uno más entre muchos agitadores radicales que han existido.
Esa observación encierra una advertencia útil para nuestro época: la democracia puede fallar por exceso de confianza. Cuando confundimos solidez institucional con estabilidad automática, basta un soplo –una crisis, una renuncia colectiva a vigilar– para que el edificio se venga abajo como un castillo de naipes.
La vigencia del cuarto poder
Ahora bien, no pretenden estas líneas alimentar el pesimismo. Si algo ha mejorado desde los días de Weimar es la capacidad que hoy tienen las democracias para fiscalizar el poder. En particular, el periodismo, como elemento de contrapoder, cuenta con más recursos y eficacia que nunca en defensa del Estado de derecho.
El llamado cuarto poder opera hoy en un ecosistema completamente distinto. Las leyes de transparencia, los portales de datos abiertos, las redes internacionales de colaboración entre periodistas, ONG y fiscalías, así como las herramientas de análisis de datos y el uso de inteligencia artificial han transformado profundamente la forma en que se investiga y se informa.
Estamos —aunque no siempre lo percibamos— en una especie de edad de oro de la trazabilidad informativa. Un político que oculte patrimonio, manipule licitaciones o canalice donaciones irregulares a través de fundaciones pantalla se arriesga a ser descubierto no ya en años, sino en cuestión de horas. No por azar, sino porque hay periodistas formados para cruzar registros, rastrear operaciones, automatizar búsquedas y detectar patrones que antes permanecían ocultos.
Herederos del periodismo de precisión
Este cambio metodológico no es reciente. En los años 70, el periodista estadounidense Philip Meyer anticipó la evolución del oficio al proponer lo que llamó periodismo de precisión. Apostaba por incorporar los métodos de las ciencias sociales al trabajo periodístico: estadísticas, encuestas, bases de datos.
Hoy esa visión es ya una realidad. Tanto desde los grandes medios tradicionales como desde proyectos independientes, se asiste a un resurgir de la verificación, la contrastación y el periodismo colaborativo como ejes del control al poder.
A esto se suma otro fenómeno: las sociedades hiperconectadas no solo amplifican el discurso populista; también permiten una fiscalización ciudadana y mediática casi inmediata.
Cualquier decisión polémica, cualquier documento filtrado o declaración engañosa puede circular y ser analizada en tiempo real por expertos, medios y usuarios con acceso a herramientas de análisis y fuentes abiertas.
Fatiga del escándalo
Pero no todo son buenas noticias. Porque la eficacia de estos mecanismos depende también del estado de la ciudadanía. Y aquí aparece un riesgo sutil, pero creciente: la saturación de escándalos.
Si todo es escándalo, nada lo es. Cuando la corrupción se presenta como ubicua, cuando los titulares sobre irregularidades se suceden sin pausa en no pocos países, puede llegar a producirse un efecto paradójico: lejos de provocar una ciudadanía más exigente, se genera indiferencia, cinismo, desmovilización. Es lo que algunos estudios llaman fatiga del escándalo.
La repetición, la aceleración informativa, la ausencia de contexto y la pérdida de jerarquía noticiosa terminan vaciando de sentido el papel del periodismo como generador de inteligencia pública.
Hoy, el problema ya no es solo que el poder mienta, sino que la ciudadanía se resigne a que así sea. La abundancia de información, por sí sola, no garantiza una comprensión más clara de la realidad. Al contrario: sin mediación profesional, sin criterios editoriales sólidos, sin una narrativa que ordene y jerarquice, la información se transforma en ruido. Y el ruido es terreno fértil para la apatía democrática.
Por eso, aunque celebremos los avances en transparencia y periodismo de datos, debemos estar atentos a otro tipo de erosión: la que proviene no del secretismo, sino de la sobreexposición. Una que convierte la denuncia en espectáculo, y el escándalo en rutina.
El periodismo debe seguir desvelando tramas, sí. Pero también tiene la responsabilidad de cuidar su forma y su fondo. Aportar contexto. Explicar qué está en juego. Distinguir lo anecdótico de lo esencial. Resistirse al titular fácil. Porque, como advertía Ullrich, todo puede cambiar a peor en muy poco tiempo. Y si la sociedad se anestesia ante la mentira, el siguiente “demagogo carismático” podría encontrar la puerta abierta.
La respuesta desde el periodismo público
Existe un enfoque del periodismo muy adecuado para hacer frente a esta deriva de la sociedad. Nacido desde las intuiciones de Jay Rosen y Davis Merrit en los años 90, el Public Journalism no se conforma con levantar alfombras; quiere que el ciudadano mire debajo de ellas y decida barrer.
Frente a la fatiga del escándalo –ese hartazgo que anestesia– propone relatos que no solo denuncien, sino que convoquen. Sustituye el grito repetido por el diálogo fértil. Da voz a la comunidad y convierte el dato en carne: lo baja a tierra, lo humaniza. Así, donde hay riesgo de apatía, cultiva responsabilidad compartida.
En tiempos de sobreinformación y ruido, este periodismo sereno rescata lo esencial: el sentido. No reduce la verdad al clic ni la urgencia al escándalo. Apuesta por el contexto, la conversación y el compromiso. No quiere espectadores irritados, sino vecinos implicados. Porque sin ciudadanos despiertos, ni la mejor exclusiva cambia nada. Y sin alma, ni la verdad más verificada conmueve.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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Miguel Ángel Sánchez de la Nieta Hernández no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.