La antropología evolutiva se ocupa de investigar nuestra historia pasada, bajo el sensato criterio de que conocer nuestra historia natural nos ayuda a entender quiénes somos, nuestras potencialidades y nuestras limitaciones. Pero, al final, siempre queda una pregunta implícita: ¿y luego qué?

El quiénes somos esconde en realidad el perpetuo afán de saber a dónde vamos, enfermiza obsesión del mono sapiens que nunca se siente satisfecho con lo que está viviendo, y continuamente corroe el presente anticipando lo que vendrá en el futuro. Pues seamos sinceros: las previsiones acerca del porvenir de nuestra especie, bien sea por parte de expertos, novelistas o improvisados, casi nunca han acertado. Así que tampoco hay que tomarse el ejercicio demasiado en serio, aunque venga bien para hacer un poco de introspección filogenética.

Una especie con mucho éxito y poca probabilidad de evolución

Empecemos por aclarar una cosa: la evolución genética de nuestra especie está, por el momento, parada. Los cambios evolutivos se dan generalmente en grupos pequeños, poblaciones aisladas donde algunos rasgos se revelan muy ventajosos para el éxito reproductivo (el número de hijos) y aumentan la difusión de una nueva combinación genética.

Este proceso ahora mismo no se puede dar en nuestra especie. Somos ocho mil millones de grandes simios desperdigados por todo el planeta, y no hay cambio genético que pueda mover la consecuente inercia genómica. Además, vivimos en ambientes diferentes, culturas diferentes, y con variaciones incesantes en los parámetros de vida, así que probablemente no existan cambios estables que tengan el mismo valor en todos los contextos.

Lo que sí evolucionará será nuestra cultura, y con ella nuestra biología, a raíz de una plasticidad considerable que responde a una flexible integración entre cuerpo y herramienta, entre comportamiento y fisiología.

La evolución tecnológica implica evolución cognitiva

Una de nuestras grandes adaptaciones es haber logrado delegar funciones fisiológicas y cognitivas a elementos externos, periféricos, extrasomáticos, que incluyen las herramientas, la cultura en general y el sistema social. Pensamos gracias a una red de elementos orgánicos (cerebro y cuerpo), inorgánicos (herramientas) y superorgánicos (la cultura, los conceptos, los símbolos). Cada vez que, a través de estas relaciones, aumentamos la complejidad social, cultural o tecnológica, nos asustamos y vaticinamos desastres cognitivos que, generalmente, nunca se cumplen.

La introducción de la escritura, de la imprenta, de las gafas, de la fotografía o de las calculadoras desencadenaron en la sociedad previsiones nefastas para nuestra organización mental y social, previsiones que nunca acertaron. Por el contrario, la tecnología extiende nuestras habilidades cognitivas, expande la mente y provoca que el cerebro se reinvente con nuevas funciones integrativas.

Somos cíborgs por lo menos desde hace unos 300 mil años, es decir, desde que un homínido ancló a su tecnología su forma de vivir, de sentir y de pensar. Ya desde entonces, nuestros nichos (ecológicos, económicos y cognitivos) dependen de nuestras herramientas, lo cual hace de nosotros una especie híbrida y aún más conectada a nuestro entorno.

La especialización evolutiva es un callejón sin salida

Ahora bien, el hecho de que esta “capacidad protésica” sea para nosotros “natural” no la exime de contraindicaciones, tanto para el individuo como para la especie. Los pájaros se han especializado en el vuelo, pero muchos de ellos mueren estrellados como consecuencia de un momento de desatención, o de una ráfaga de viento impredecible. Una especialización puede convertirse en un callejón sin salida para cualquier animal en el momento en que cambie el entorno (haciendo que esa especialización ya no sirva para nada) o que alcance un nivel extremo (y genere de repente conflictos, umbrales o consecuencias imprevistas).

En ese sentido, los humanos estamos muy especializados, circunstancia que nos hace muy proclives a morir de éxito, y que propicia situaciones perjudiciales de una forma tan rápida que no permite respuestas adecuadas. De hecho, en cada transformación debería darse un equilibrio sano entre lo nuevo y lo viejo, para no acabar fosilizándose (exceso de conservación) y no generar desquiciadas aberraciones (exceso de cambio). En este sentido nosotros lo tenemos muy difícil, considerando el peligrosísimo desfase entre nuestros cambios genéticos (nulos) y nuestros cambios culturales (exponenciales).

Todo ello lleva, inevitablemente, a ciertas preocupaciones lícitas. A principio de los años 80 del siglo pasado, Konrad Lorenz, premio nobel de medicina y padre de la etología animal, publicó una obra que se tradujo al español como Decadencia de lo humano. Un libro denso e iluminador que no se ha vuelto a publicar, probablemente por su mensaje bien estructurado y sincero y, por ende, incómodo.

«Desadaptaciones» evolutivas

En su obra, Lorenz reflexiona sobre adaptaciones humanas que, debido a nuestro éxito masivo, se nos están volviendo en contra y están generando riesgos importantes. Son rasgos que habrían sido programados evolutivamente, útiles para pequeños grupos de cazadores-recolectores donde todos se conocen, pero que se vuelven absurdos en la horda anónima global de nuestra sociedad masificada.

Nuestra búsqueda compulsiva de orden y de estructura genera manipulación y control políticos y económicos. Nuestra fascinación innata por el crecimiento cuantitativo desemboca en diferentes formas de explotación y contaminación, y en un aumento cancerígeno de las empresas multinacionales, ajenas al progreso de los valores humanos. Nuestra adicción a la competición genera estrés y lucha a todas las escalas, tanto a nivel personal como colectivo. La especialización cultural y tecnológica conlleva una pérdida de conocimiento general, esclavitud industrial y renuncia a la comprensión. Nuestro afán por el virtuosismo impulsa una producción tecnológica sobredimensionada con respecto a las necesidades reales. La publicidad promueve falsas prioridades y vende inútiles esperanzas. La agresividad colectiva y la sensibilidad a la propaganda y a la demagogia provocan un estado continuo de conflicto. En general, el sistema tecnocrático está alejando al ser humano de su propia humanidad, empujándolo a una situación explosiva de control, hostilidad y malestar.

Más iguales, pero más diferentes

Ya hace unos cuarenta años, Lorenz añadía también una reflexión demográfica: este estado tecnocrático aumenta exponencialmente las diferencias entre generaciones, pero provoca una extrema homogeneidad dentro de la misma generación. Es decir, los habitantes del mundo globalizado son cada vez más semejantes entre sí (visten de la misma forma, tienen las mismas exigencias y luchan con las mismas armas), pero cada vez más distintos de (e incompatibles con) sus padres.

Y estos desequilibrios adaptativos no solo ponen en riesgo el futuro de la especie, sino que, sobre todo, desgastan terriblemente la calidad de vida de los individuos, que al fin y al cabo deberían ser, no lo olvidemos, aún más importantes que las especies a las que pertenecen.

Todo fluye, todo empieza y todo acaba

Toda especie nace, evoluciona, y se extingue. El concepto budista de impermanencia se aplica perfectamente a la filogenia humana, y el de interconexión es la base de la ecología. Todo fluye, todo empieza y todo acaba. Sería absurdo pensar que nuestra especie será la única que no se extinguirá nunca. Las cucarachas y las medusas seguirán siendo los verdaderos triunfadores en este planeta, y es probable que en un futuro habrá seres aún más mentales que nosotros, tal vez descendientes lejanos de los chimpancés, de los macacos o de los delfines.

Desde luego, ocurra lo que ocurra, esto ya no es responsabilidad nuestra: de ello se encargará la selección natural. Por un lado, no hay por qué tener prisa, y sería lo suyo implicarse para retardar lo que podamos nuestra muerte evolutiva. Al mismo tiempo, en lugar de preocuparnos excesivamente por el destino biológico de nuestro linaje, sería mejor ocuparnos de su calidad de vida. Hay que asumir que el bienestar individual no es una prioridad ni de la evolución ni de nuestro sistema económico.

Así que, si queremos curarnos en salud (sobre todo mental), no queda otra que implicarse en primera persona. Desarrollar una conciencia autónoma y equilibrada sí que es cosa nuestra. Y malgastar nuestras vidas como esclavos de impulsos primordiales o compulsiones mercantiles no parece, de entrada, la mejor de las elecciones.

La versión original de este artículo ha sido publicada en la revista Telos, de Fundación Telefónica.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Emiliano Bruner colabora con Telos, la revista que edita Fundación Telefónica.