Mi abuelo lucía uno con orgullo, para un niño que creció en la década de los setenta, era extraño e incómodo. Nacido en el Empordà, tenía un carácter estructurado desde la tramontana y decidió hacérselo, con casi toda seguridad, como un acto de autoafirmación y rebeldía.

En las últimas décadas han sufrido una mutación en su significación, simbolismo y permeabilidad en la sociedad en la que vivimos. No hay ninguna otra tendencia que me genere una mayor dualidad cognitiva: una atracción infinita por su historia, por su evolución, por su estética y, al mismo tiempo, una incapacidad para entender la sorprendente irracionalidad del comportamiento del ser humano respecto a su aproximación a esta cultura.

En las generaciones nacidas en la última década del siglo pasado y en la primera del prese

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