Toda la historia del siglo XX está marcada por heridas que no cicatrizan. Dos de ellas, Hiroshima y Nagasaki, no son simples episodios del pasado: son signos ardientes, nódulos semióticos de una violencia imperialista que se perpetúa y se renueva. Han pasado décadas desde que Estados Unidos lanzó las primeras bombas atómicas sobre población civil, pero el horror no ha sido desmontado, no ha sido juzgado, no ha sido reparado. La “era nuclear” no se cerró: se institucionalizó como una nueva forma de chantaje político y dominación ideológica. Un mensaje asesino contra todo proyecto socialista usando a Japón como caja de resonancia mundial.
Desde nuestra filosofía de la semiosis, y con los principios del humanismo de nuevo género, urge una crítica profunda que no se quede en la condena moral