En la nueva guerra fría que estamos viviendo y ante la amenaza de que se repitan Hiroshima y Nagasaki, las religiones, todas al unísono, tanto en su carácter institucional como en sus miembros y sus dirigentes, no pueden limitarse a pedir que no se utilicen las armas nucleares. Deben condenar la acción genocida de los Estados Unidos, reclamarle arrepentimiento y reparación
Los días 6 y 9 de agosto de 1945 Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas contra las poblaciones japonesas de Hiroshima y Nagasaki respectivamente en un acto genocida escrupulosamente programado y moralmente reprobable, que redujo a ambas ciudades a cenizas, causó la muerte de más de 200.000 personas, dejó profundas cicatrices no solo en Japón sino en toda la humanidad y dio lugar al nacimiento de la era nuclear, una era de consecuencias imprevisibles para la humanidad y el planeta. Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, consciente del monstruo que había creado, recordó la afirmación de la Bhagavad-Gita, que se aplicó a sí mismo: “Me he convertido en la muerte, el destructor de los mundos”.
Ota Yoko, quizá la más prominente escritora japonesa de la llamada “literatura de la bomba atómica”, escribió en los meses de agosto a noviembre del mismo año Ciudad de cadáveres, referida a Hiroshima, su ciudad. Es uno de los relatos más impactantes sobre la explosión cuyo valor destaca por ser la autora víctima y observadora y por describir tanto el bombardeo atómico sobre Hiroshima como la magnitud del trauma provocado por el genocidio.
El libro no pudo publicarse hasta tres años después, y lo hizo bajo la censura del Código de Prensa impuesto por el Mando Supremo de las Potencias Aliadas (GHQ en inglés) y el consentimiento de la autora. En 1950 se publicó la versión íntegra. Dentro de la producción relacionada con la literatura de la bomba atómica, Ciudad de cadáveres es considerada “la obra más excepcional porque está escrita con un fuerte sentido de la vida y de la alegría por vivir a pesar de estar contemplando fijamente la muerte” (Koichiro Tanabe). Este año la editorial Satori ha publicado por primera vez el libro en castellano con un prólogo muy iluminador de Patricia Hiramatsu en torno a la “literatura de la bomba atómica”, la compleja biografía de la autora, el proceso de redacción y el desarrollo de la obra.
También es muy abundante la literatura sobre el segundo bombardeo atómico provocado el 9 de agosto de 1945 también por Estados Unidos contra la ciudad de Nagasaki, que visité hace unos meses en plenos preparativos del 80 aniversario. El recorrido por los lugares de la explosión, la visita al Ayuntamiento, la recepción del alcalde y la escucha de los testimonios de algunos sobrevivientes me sobrecogieron y me llevaron derechamente a un acto espontáneo de compasión con las víctimas no como simple sentir pena o lástima por lo sucedido, sino como una experiencia de identificación con el sufrimiento de las 74.000 personas muertas y el trauma de los supervivientes, como denuncia de sus autores, los dirigentes políticos y militares de Estados Unidos por tan execrable barbarie, y como exigencia de reparación de tal barbarie y de no repetición.
Quiero sumarme a los actos conmemorativos que se han celebrado estos días como motivo del 80 aniversario. Y lo hago a través de este decálogo en el que deseo comprometer a las religiones en la lucha por la paz, basada en la justicia, y en la destrucción de las armas nucleares.
1. Durante mis largos años de estudio de la historia de las religiones he podido comprobar que existe una falta de sintonía entre los mensajes de paz que predican las religiones y algunas de sus manifestaciones más violentas. Históricamente estas han atizado y siguen atizando no pocos conflictos bélicos a partir de los textos “sagrados”, que, leídos de manera fundamentalista, incitan a la violencia incluso en nombre de Dios. Pero las religiones pueden jugar también un importante papel en la construcción de una cultura de paz a partir de la activación de aquellos textos que llaman a la utopía de una sociedad pacífica y pacificadora. En esa dirección avanzan actualmente numerosos colectivos religiosos implicados en la resolución pacífica de los conflictos bélicos.
2. Es necesario pasar de las guerras de religiones al diálogo interreligioso, intercultural, interétnico e interplanetario, como condición necesaria para la paz entre las religiones y la paz en el mundo. De lo contrario serán cómplices de la extensión de la violencia en el mundo.
3. Hago mía la afirmación del filósofo y teólogo catalán intercultural Raimon Panikkar (1918-2010), que transitó armónicamente por los caminos del cristianismo, el budismo, el hinduismo y la secularización en plena armonía y sin ninguna contradicción: “Sin diálogo el ser humano se asfixia y las religiones se anquilosan”.
4. El diálogo interreligioso debe tener como resultado una ética mundial de la paz consensuada con estas propuestas: el trabajo por la no violencia activa y el respeto por la vida; la defensa de la naturaleza sometida a explotación por el actual modelo de desarrollo científico técnico; la opción por los sectores, los pueblos y los continentes oprimidos, cuya vida ven amenazada a diario; la apuesta por una cultura de la solidaridad, que no deje a nadie atrás; la promoción de una cultura de la igualdad y la justicia de género, frente a la cultura patriarcal hoy imperante en todas las sociedades.
5. El mundo gasta hoy en armamento y en las guerras dos billones cuatrocientas mil millones de dólares. Las religiones, junto con otros actores en favor de la paz, deben denunciar dicho gasto y exigir a los gobiernos que lo destinen a la educación, la sanidad y la alimentación de los 750 millones de personas pobres y hambrientas que hay en el mundo.
6. El 1% de la población mundial tiene el 99% de las riquezas de toda la humanidad. El diálogo de culturas y el encuentro de religiones serán estériles si no van acompañados de una alianza en la lucha contra la pobreza, el hambre y las brechas de la desigualdad, cada vez más profundas, y en la condena del neoliberalismo, que, como afirma el Papa Francisco, es injusto en su raíz, genera tamañas desigualdades en el mundo entre el Norte global y el Sur global y “mata” realmente, no de manera metafórica.
7. Siguiendo el ejemplo de Francisco de Asís, Mahatma Gandhi, Martin Luther King y otros líderes religiosos, las religiones están llamadas a desterrar la violencia en todas sus formas, en su organización, en sus textos fundantes, en sus códigos jurídicos, en sus discursos y en el estilo de vida de sus seguidores y seguidoras, y a fomentar la fraternidad-sororidad entre sus miembros y en la sociedad.
8. Nuestra sociedad vive inmersa en todo tipo de excesos y desmesuras: en el consumo, que desemboca en consumismo; en la múltiple discriminación de las mujeres por clase social, cultura, género, identidad sexual, religión, etnia, que desemboca en feminicidios; en el uso de la violencia, que desemboca en constantes guerras en las que los pueblos ponen siempre los muertos; en el odio contra las personas y los colectivos diferentes, que desemboca en racismo, xenofobia y aporofobia; en el maltrato a la naturaleza convertida en un basurero, que desemboca en eco-cidio; en el abusivo ejercicio del poder, que desemboca en dictaduras y autoritarismos, etc.
Para evitar dichos excesos, las religiones deben contribuir a buscar la justa medida y seguir el camino medio, la moderación, el autocontrol, el equilibrio, la corresponsabilidad, la razón cordial, la compasión y la ética del cuidado.
9. En plena crisis de las religiones y en la era de la inteligencia artificial, de la tecnocracia, del transhumanismo, del supremacismo, del necrocapitalismo, es necesario recuperar la espiritualidad, que es una de las dimensiones fundamentales del ser humano, más allá de las creencias o increencias religiosas. La espiritualidad es el espacio verde de las culturas, de las religiones y de los pueblos, el lugar de la paz interior y exterior, y una de las mejores reservas de la humanidad que es necesario poner en valor y activar.