Cuando Wayra entró por primera vez al consultorio de su terapeuta, tenía 41 años. Había pasado décadas en silencio, pero en esa entrevista de admisión, fue directa: “Durante mi infancia sufrí abuso sexual por parte de mi hermana mayor”. Su tono fue claro, sin rodeos. El cuerpo, sin embargo, contaba otra historia: llevaba puesta una remera tres talles más grande y sus brazos cubiertos. Más tarde explicaría por qué.
Wayra había crecido en una familia donde el afecto escaseaba. Su madre, deprimida; su padre, afectivamente ausente y completamente dependiente de su esposa. En ese ambiente, la hermana mayor se volvió una figura dominante. Según Wayra, era “potente” y “sometedora”. Si se negaba a tener intimidad con ella, le pegaba. Aún de adulta, evitaba quedarse a solas con ella.
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