Era una mañana templada de otoño en 1985 y en lo profundo de los bosques de Georgia , un cazador experimentado se detuvo en seco. Frente a él, oculto entre el follaje, se encontraba el cuerpo inmóvil de un oso negro. Pero no era la escena habitual de la muerte salvaje. J unto al animal reposaban restos de bolsas de plástico rasgadas y, desperdigados entre hojas y tierra, envoltorios con el logotipo de una aerolínea colombiana . Así comenzaba a emerger una de las historias más excéntricas y trágicas del tráfico de drogas en Estados Unidos con un protagonista improbable. El oso que en muy poco tiempo sería bautizado como Pablo Eskobear .

El hecho noticioso principal residía en una escena surrealista. Un oso apareció muerto tras ingerir kilos de cocaína lanzados por un narco desde u

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