Bilbao tiene clase hasta para el aperitivo. Aquí el vermú no se bebe: se venera. Y en esa liturgia, el Estoril es templo mayor. La historia cuenta que un camarero navarro, dolido por los amores imposibles de la hija del dueño, se encomendaba a un brebaje inventado: medio vaso de vermú, un chorrito de vino rancio y otro de ginebra. Los paisanos, con guasa de barra, lo bautizaron «marianito», en recuerdo del pretendiente despechado. Lo que fue chanza terminó convertido en dogma, y a orillas de la ría el marianito es ya sacramento con copa pequeña.
El Estoril se ofrece como salón con traza de taberna viva. Sus luces no ciegan: invitan. En la vitrina asoman bocadillitos de tortilla que parecen joyas de escaparate, champiñones picantes que reclaman su sitio, gildas que no perdonan al vinagre,