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Hay momentos en los que Santiago del Estero se revela en su forma más íntima, no a través de grandes monumentos ni postales turísticas, sino en los detalles pequeños que se escapan al andar apresurado. Es en las siestas calurosas, en las tardes de agosto cuando el viento levanta tierra y recuerdos, cuando la ciudad murmura su poesía silvestre. Entonces, bajo la sombra de los naranjos cargados de frutos y entre los destellos rosados de los lapachos en flor, Santiago nos regala un espectáculo que pocos notan pero que todos sienten.
Caminar por sus calles se convierte en un acto de contemplación: el perfume del azar se mezcla con la nostalgia de las casas bajas y el canto lejano de un violín que pa