La feria de mi pueblo fue el domingo pasado, en el nombre de los niños. El polideportivo local, en un día de viento y llovizna, no se dejó importunar por el obstáculo gris encapotado y reconfiguró en su geometría irregular —circular alrededor de la pista de atletismo, diagonal por los caminos hechos de pisadas, horizontal junto a la fila de árboles— un aire para barriletes y un agua que revitalizara los colores de las camperas y los gazebos. Pero los niños no saben de nombres ni de homenajes ni de un día exclusivo para ellos: saben de bicicletas brillando bajo el sol, del olor dulzón del algodón de azúcar que se pega en los dedos, de un payaso que tropieza de verdad aunque todos finjan que es parte del acto. Los niños no piden más que eso, que el mundo se les vuelva liviano y redondo como

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