Recuerdo aquellas épocas del profesorado, cuando el análisis de un movimiento exigía una descripción milimétrica.

Cátedras que insistían en la posición del pie, la inclinación del torso, el giro del hombro, la dirección de la mirada… y vaya uno a saber cuántas otras sutilezas que hacían de un simple gesto técnico algo cercano a la perfección.

Sin embargo, rara vez se hablaba de un elemento esencial: la sensibilidad del ejecutante. Ese sexto sentido que transforma un instante de inspiración en una verdadera obra de arte. Ese momento en el que aparece un insolente, con desparpajo inusual, para romper lo preestablecido.

La perfección es, después de todo, terreno de hedonistas. De espíritus sensibles y paladares exigentes. Por eso es exacta, corrediza … y tan inalcanzable.

Y, sin embargo,

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