La corrupción, en mayor o menor grado, ha existido siempre en la gestión de los asuntos públicos. No hay época, sistema político, cultura o religión que no haya estado manchada por este mal. El Código de Hammurabi (1750 a.C.) ya establecía duras penas contra los gobernantes corruptos, aunque su eficacia fue nula. Cicerón construyó su carrera denunciando la avaricia de Verres, quien se enriqueció a través de sobornos y saqueos durante su gobierno en Sicilia.
Ni siquiera el Vaticano escapó a la mancha: basta recordar el caso de Marcinkus y el Banco Ambrosiano, sentenciado por haber invertido de manera indebida 200 millones de dólares de la Santa Sede en un fondo de cobertura italiano. La historia es clara: la corrupción es global, atemporal y resistente a los castigos.
En democracia, sin