Con motivo del 75 aniversario de su muerte este 27 de agosto, los libros del autor turinés vuelven a las librerías
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Turín, 27 de agosto de 1950. En la habitación de un hotel, un hombre decide poner fin a su vida. Ingiere más de diez pastillas de barbitúricos, de las que toma para dormir. Unos días atrás, el 18 de ese mes, escribió en su diario: “Siempre sucede lo más secretamente temido. […] Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Cumplió: no hubo más entradas. Pero terminó un libro de poesía. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (1950), dedicado a la mujer que le rompió el corazón por última vez, la actriz Constance Dowling. Y escribió unas líneas de despedida, en la primera página del libro que dejó en la mesilla, Diálogos con Leucó (1947), su obra más querida: “Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chismorreen demasiado”. Tenía 41 años.
Ese hombre, que desde aquel día pasó a engrosar la lista del club de los poetas suicidas, se llamaba Cesare Pavese. Había nacido el 9 de septiembre de 1908 en la comuna Santo Stefano Belbo, una pequeña localidad del Piamonte rural, unos kilómetros al suroeste de Turín. Los paisajes de esta tierra, lugar de veraneo de la familia, le inspiraron numerosas novelas, con sus colinas, sus campos, su cercanía al mar. El pueblo era el destino de los que volvían a sus raíces, para recrearse en el universo de esa infancia que no volverá. Y para desengañarse, claro. Las hogueras lo arrasaban todo.
“Por aquel entonces siempre era fiesta”, reza el principio de El bello verano (1949), una de sus novelas más apreciadas, que le valió el Premio Strega 1950, el más prestigioso de Italia. En sus historias había dicha –muchachas risueñas, jóvenes apasionados, amistad, ruido, verano–, pero siempre se terminaba; el pueblo también era el lugar donde uno se daba cuenta de que la felicidad de antaño no volvería. El incendio, la violencia, el dolor. La pérdida de esperanza, sobre todo. Primero se perdía la inocencia, y luego, quizá años más tarde, la ilusión, los sueños. Los de ellos y los de ellas.
Porque perfiló muy bien la psicología de ambos géneros: las jóvenes protagonistas de El bello verano (1949) o las ya más adultas de Entre mujeres solas (1949), estas asentadas en la ciudad de Turín; los chicos de El diablo en las colinas (1948) o de su último libro, La luna y las fogatas (1950). Tenía fama de melancólico, y melancolía se respiraba en cuanto escribía: la nostalgia por la infancia irrecuperable, la imagen mítica del entorno y el curso de las estaciones, los amores a medias, los tiempos en los que la muerte todavía no los acechaba, el misterio inalcanzable que cada ser humano lleva dentro de sí.
Con esa ciencia macabra del capitalismo, que se sirve de cualquier pretexto para hacer caja, este 75 aniversario de su muerte ha impulsado la recuperación de algunos de sus libros, aunque es justo reconocer que los más importantes, como sus Poesías completas (Visor, 2015, trad. Carles José i Solsona) o los diarios de El oficio de vivir (Seix Barral, 2022, trad. Ángel Crespo), casi siempre han estado disponibles en una u otra edición. Entre los últimos en llegar a las librerías están La cárcel (1938-39; Reino de Cordelia, 2024, trad. Asunción García Iglesias), El diablo en las colinas (1948; Altamarea, 2024, trad. Carlos Clavería) y Cartas de desamor (Altamarea, 2024; trad. Carlos Clavería).
Una y otra vez la misma historia
Hay autores que parecen escribir una y otra vez el mismo libro, y Cesare Pavese podría ser uno de ellos. Dice Luisgé Martín en el prólogo de La playa que “su gran obra no llegó a escribirla nunca, y es quizá por eso por lo que resulta tan difícil escoger de entre sus libros solo uno”, y tal vez esté en lo cierto, lo que no significa que sus novelas no merecieran esa calificación, sino que se mantuvo tan constante, tan inmerso en su mundo, que nunca dio ningún paso en falso, nunca se desbordó en la página como se desbordan los insensatos que escriben lo que algún día será elevado a la categoría maestra; las grandes obras siempre tienen un punto de locura, de riesgo, de falla.
Las novelas de Cesare Pavese hacen que escribir parezca fácil. Repitámoslo: parezca. Breves, escritas en un estilo fluido, próximo al habla coloquial, con abundante diálogo, de tipo realista, con gente sencilla como protagonistas, sin más arco argumental que el devenir de los días, las primaveras, los veranos. Pese a llevar lo que se dice una vida de intelectual –con su trabajo en la editorial Einaudi, su contacto con el círculo bohemio y su rutina establecida en la ciudad–, siempre volvía, en la literatura, al campo, al origen, con una remembranza entre la ensoñación apacible y la fractura del despertar.
Sus obras tienen, como la obra de cualquier escritor, mucho de sí mismo, aunque las encubra bajo la capa de la ficción. La cárcel, por ejemplo, bebe de su experiencia en prisión en 1935, cuando lo detuvieron por antifascismo: el protagonista es un hombre que trata de volver a la sociedad mientras sufre un profundo, e irrecuperable, desarraigo interno. En El diablo en las colinas, la acción gira en torno a un grupo de estudiantes que disfruta del veraneo con su despreocupación juvenil, aunque el momento en el que la apariencia de tranquilidad se rompe no tarda en llegar.
Porque siempre llega, al menos en los libros de Pavese, que comienzan como escenas rutinarias que, sin que uno sepa explicar cómo, así de sutil es el narrador, así de limpia la prosa, algo los va removiendo por dentro hasta arrasar con todo. En ocasiones, ese algo viene del pasado, del trauma de la guerra, de la dureza de los primeros años de la posguerra. A menudo se asocia el suicidio del autor con su mala suerte en el amor, pero lo cierto es que ya hacía tiempo que arrastraba un cúmulo de experiencias difíciles de gestionar para cualquiera, como sus vivencias durante la contienda, con el mencionado paso por la cárcel o la muerte de amigos como el intelectual Leone Ginzburg.
El amigo introvertido e irónico
La amistad fue otra pieza fundamental de su vida, pese a su reputación de introvertido. Su actividad profesional siempre estuvo ligada a Einaudi, la editorial fundada en 1933 por Giulio Einaudi, que habría de convertirse en referente de la edición italiana. Allí no solo publicó su obra, sino que formó parte de su núcleo duro, trabajó codo con codo con el equipo para sacar adelante el resto de proyectos. Su amiga Natalia Ginzburg, otra de las grandes voces del siglo XX italiano y la esposa de su colega Leone, escribió sobre él en Léxico familiar (1963) que es una lástima que se haya perdido su ironía, un rasgo del carácter de Pavese que no revelaba por escrito y que su suicidio de algún modo empañó, pero que era muy grato para quienes trataron con él.
De sus colaboraciones editoriales, destaca su labor como traductor: desde que estudiaba se interesó por la literatura norteamericana, de la que se convirtió en especialista y firmó una serie de artículos, La literatura norteamericana y otros ensayos (Lumen, 2011; trad. Elcio Di Fiori). Lejos de constituir un trabajo menor o una curiosidad dentro de su obra, estos textos revelan a Pavese como lector, y por lo tanto son una suerte de autobiografía involuntaria en la que somos testigos de su crecimiento, sus intereses, sus hallazgos, que tienen su paralelismo con sus propias creaciones.
Escribió un libro difícil de catalogar, que se sale de su realismo acostumbrado: Diálogos con Leucó (1948; Altamarea, 2019, con traducción de Carlos Clavería), una obra de marcado carácter filosófico, en la que pone a debatir a los dioses y los héroes de la mitología griega; una cultura básica en la formación de los italianos. En estas piezas se sirve del método socrático de la conversación para preguntarse por las dudas existenciales universales, como la muerte, el miedo, la fatalidad o el final de la inocencia. De algún modo, los diálogos condensan, en el lenguaje simbólico del mito, los grandes temas de la literatura pavesiana: “Todos tenemos una montaña de la infancia. Y por lejos que se vagabundee, se caminan siempre sus senderos. Allí fuimos hechos lo que somos”.