Levanté la mano. La monja me hizo caso.
Ella había estado hablando sobre la despiadada época de la esclavitud en mi salón de primaria en la escuela de la Natividad, a estudiantes de 7 años con uniformes verdes.
Pensé que yo tenía un argumento contraintuitivo importante que señalar al salón, aunque pasaría otra década antes de que supiera lo que significaba “contraintuitivo”.
“Una cosa”, dije, “es que hemos tenido a toda esta gente estupenda en nuestro país”.
Aunque Washington siempre ha estado muy segregado, mi familia vivía en un barrio integrado y mis dos mejores amigas eran Deborah y Peaches, unas hermanas negras. Estaba a punto de hablarle a la monja de ellas cuando dobló el dedo y me hizo señas para que pasara al frente del aula.
Cuando llegué allí, me llevó bruscamente sobre su