Alguien, probablemente un cocinero cuyas manos han dado forma a miles de estas cosas, te pone en las manos una caja con una docena de empanadas. No hay florituras. No hay tonterías. Solo doce empanadas, doradas, casi arrogantes en su perfección imperfecta.
Carne salteña, carne a cuchillo, queso y cebolla. Míralas. No son esos pálidos y tristes bolsillos de masa que encuentras en una vitrina de aeropuerto. Estas tienen carácter. La masa está ampollada, a veces quemada, brillante por un toque de grasa gloriosa, y el borde está sellado con un patrón trenzado, el repulgue. No es decoración, es un lenguaje. Es la firma del cocinero, una promesa de lo que hay dentro.
La empanada está caliente, pero no es pesada en mano. El primer mordisco es todo. Un crujido. La masa se quiebra, no se desmoron