La 71ª edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida se clausuró con el habitual redoble de tambor de su director vasco-madrileño, ese tambor que suena cada verano para anunciar, como si de una revelación divina se tratara, que “ha sido un éxito”. La letanía de siempre, con la salvedad de que, esta vez, no mentía del todo. Digámoslo claro: ha sido la única edición decente en los catorce años de cansino reinado.
Porque, si hacemos memoria, solo la edición de hace dos temporadas amagó con resucitar el festival, quizá empujada por los vientos del cambio político. Pero aquel conato fue apenas una ilusión fugaz en medio del desierto que, al abrir los ojos, se deshizo para devolvernos la sequía de siempre.
El año pasado, 2024, la bofetada de realidad no pudo ser más sonora. La apuesta de la