Un año atrás se estrenaba en Venecia una rarísima película vernácula. Era parte de la competencia oficial; no obtuvo premios oficiales, pero sí no oficiales y excelentes críticas.

Unos meses después, fue un discreto éxito en salas. ¿Cómo se llamaba? El jockey. Luis Ortega había confiado en su propia imaginación y en la de Fabián Casas para la construcción de un relato capaz de sortear la emboscada del llamado cine comercial que suele restringir su retórica supuestamente universal a tres actos con una moraleja en el final.

¿De qué se trataba El jockey? Lo hermoso de aquella película con el protagónico de Nahuel Pérez Biscayart radicaba en su prepotencia visual; no se podía glosar en una oración el desarrollo de su historia, porque cuando un relato se asemeja a un sueño la síntesis traicio

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