El Atlántico, cuando quiere, trae historias que suenan a bronce. Una mañana de octubre de 1595, las velas de Francis Drake y John Hawkins asomaron por la bocana de Las Palmas de Gran Canaria como quien se sabe leyenda antes de pisar tierra. La operación prometía ser quirúrgica, “cuatro horas” para vaciar despensas y seguir camino al Caribe ; cálculo frío sobre mapa ajeno. Pero la ciudad, apretada entre el mar y el malpaís, respondió con lo que tenía, que aquel momento eran los cañones de Santa Ana y Santa Catalina, las milicias de vecinos, marineros convertidos en artilleros y mandos que aprendían a contrarreloj. El primer bombardeo devolvió más humo que avance, el segundo dejó tablazón astillada y la certeza de que aquellos muros de cal y canto iban a costar demasiado. Drake se

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