Por: Emilio Gutiérrez Yance
Las tardes de fútbol tienen en Colombia la fuerza de un milagro colectivo. Basta un gol de la Selección para que el país entero se sacuda el polvo de la rutina y despierte como un gigante que late al mismo compás.
Ese día, mientras el balón viajaba por el aire en un estadio lejano de Venezuela, en cada rincón de nuestra tierra se encendían hogueras de alegría. En las plazas de los pueblos costeños el aire olía a maíz asado y a fritanga; en las veredas andinas, el sonido de una radio vieja retumbaba como si fuera campana de iglesia; y en la Amazonía, hasta los árboles parecían inclinarse para escuchar los gritos de los niños pintados de amarillo, azul y rojo.
Colombia entera se volvió un tapiz multicolor. Desde La Guajira, donde el sol besa la arena ardiente,