Me estoy volviendo experta en atravesar tragedias. La vida me ha quitado mucho, pero también me ha mostrado lo esencial: la familia, los amigos, la fe en lo invisible. Descubrí que el dolor, aunque inevitable, no tiene por qué ser un ancla; puede convertirse en impulso.
Durante años pensé que la resiliencia significaba ser fuerte como una roca, resistir sin quebrarse. Hoy sé que no es así. La resiliencia no consiste en aparentar dureza absoluta, sino en aceptar que la roca también se agrieta y que, de esas grietas, puede surgir agua, vida y hasta esperanza.
En cada pérdida he tenido que aprender a recomenzar. Y no siempre ha sido con valentía grandiosa; muchas veces ha sido apenas con el gesto mínimo de seguir respirando, de ponerme de pie, de sonreír, aunque esa sonrisa costara lágrimas