Empiezo por lo esencial: toda violencia política es inaceptable. Ninguna idea, por vehemente que sea; ninguna discrepancia, por honda que parezca, justifica un disparo letal. El asesinato de Charlie Kirk obliga a reiterarlo. Ocurrió, además, en la víspera de la conmemoración del 11 de septiembre de 2001, dos extremos en el calendario que nos recuerdan la naturaleza violenta de nuestro siglo.
La reacción de condena ha sido unánime, o casi: a todo aquel que lo festine o justifique le envenena la misma atmósfera de odio y furia que padecemos. Más allá del nuevo mapa ideológico de la extrema derecha en Estados Unidos, que aquí hemos documentado en las últimas entregas, lo que se ha puesto en riesgo con este asesinato es la sobrevivencia misma de las palabras, expresadas en la arena pública co