—Es una práctica que me resulta harto grata la de acudir a bazares de viejo y dirigirme, cual caballo con anteojeras, directamente al departamento de los libros que algún extraviado decidió desprender de sus pertenencias —explicaba don Polo Ricalde y Tejero a su interlocutor y amigo, en pequeño café del norte de la ciudad—. Ahí encuentra uno, como en las librerías de viejo, obras polvosas que en otra vida quiso leer o aquellas que nunca pensó hacer pero ahora están ahí, al paso, a precios ridículos.

Junto al Diario, doblado y leído, dos libros que habían visto pasar sus mejores años reposaban en la pequeña mesa, compartiendo espacio con el expreso cortado que el caballero se disponía a paladear.

—En mi última incursión a tales lugares —añadió— adquirí una obra voluminosa que, en su momen

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