Hace apenas una semana, Charlie Kirk fue asesinado a tiros en la Universidad de Utah mientras trataba de hacer lo que siempre había hecho: hablar. Kirk no era un político con poder para legislar ni un empresario con capacidad para condicionar la vida de otros. Su única herramienta era la palabra. Y la palabra, por definición, es un instrumento pacífico de persuasión. Se le mató, pues, por lo que pensaba y por atreverse a expresarlo en público. Esa sola constatación debería helarnos la sangre: en una sociedad libre, nadie debería temer por su vida por exponer sus ideas.

Sin embargo, lo más perturbador no es la existencia de un fanático que, en un momento de odio, decida asesinar a un adversario político. Siempre habrá individuos desequilibrados, sea cual sea su ideología, capaces de comete

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