El discurso de odio no es una simple opinión fuerte. Tampoco es un debate encendido. Es un veneno que busca deshumanizar, marginar y preparar el terreno para la violencia.

La definición es clara: son expresiones dirigidas contra un grupo —por su raza, religión, ideología, género o cualquier otra condición— con la intención de convertirlo en enemigo a eliminar.

El dilema es evidente: ¿cómo se regula este fenómeno sin atropellar la libertad de expresión? Ahí está la línea delgada: proteger a la víctima de la humillación y, al mismo tiempo, evitar censurar la crítica legítima.

Una sociedad que no sabe distinguir entre debate y odio está condenada a confundir adversarios con enemigos.

El ejemplo más brutal de a dónde conduce este camino lo vimos con el asesinato de Charlie Kirk.

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