Es doloroso, profundamente doloroso, ver que el asesinato de Charlie Kirk —figura polarizadora, sin duda— haya sido recibido por algunos con júbilo. Celebrar la muerte de alguien, de izquierda, derecha o del centro, habla no solo de quién fue la víctima, sino de quiénes somos como sociedad cuando permitimos que el odio nos gane.
La base de la democracia occidental —ese sistema que muchos defienden con pasión— descansa sobre el derecho a opinar, a disentir, sin temor a ser silenciado, sin miedo al asesinato. Esa libertad no es un ideal abstracto; es el tejido que sostiene el espacio público donde se cruzan las ideas, donde la diferencia no obliga al exterminio, sino al diálogo.
No sirve de nada contabilizar «cuántos muertos hay de cada bando». Ninguna estadística puede justificar que se f