Cuando se es viejo o creemos –tramposamente las más de las veces– que apenas lo empezamos a ser, reparamos en algunas pequeñas cortesías. En las taquerías y mercados, por ejemplo, siempre somos tratados como “jóvenes”; desde luego, esta amabilidad se dificulta con un octogenario de bastón, quien podría creer que tal trato es una burla.

En las cafeterías, bares y restaurantes ocurre otro tanto. Si llegamos por nuestro propio pie y, mejor aún, acompañados, nunca faltan las meseras y meseros (muy jóvenes, por supuesto) que sin importar que ya pintemos bastantes canas te reciben con un alegre “qué tal, chicos, qué van a querer”.

La vejez es un imprevisto. Nadie la ve llegar y cuando entramos a ella comienza a ser una condición de la que nadie quiere hablar. La corrección política, que la

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