Diciembre de 1848 llegaba a su fin y el invierno todavía no había envuelto con su gélido abrazo ni las tierras de Pasolobino, en el corazón de las montañas más altas del Pirineo español, ni el ánimo de sus habitantes.

Las cumbres no se habían encasquetado sus gorras blancas y el sol no había atenuado su brillo como cuando pretendía anunciar precipitaciones.

Las vacas, con las ubres cargadas de leche, aún se entretenían por los prados. Pacían las últimas hierbas a las que el cálido otoño había perdonado la vida o, tumbadas plácidamente, observaban, sin dejar de rumiar, el merodeo de los cuervos y el trajín de las gallinas sobre la tierra suelta de los montículos levantados por los topos.

Las familias aprovechaban el buen tiempo para sustituir con calma maderos podridos de las armaduras d

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