Juan salió de la Penitenciaría de Atlacomulco un lunes de septiembre, a mediados de los ochenta. El vientecillo de la mañana le lastimó el rostro, deshilachada la cachucha que le cubría la cabeza de su calvicie prematura. Nadie fue a recibirlo, pues a nadie tenía en Cuernavaca. Por un instante pensó regresar, desandar sus pasos y pedir que lo encerraran nuevamente. Pensó que al mediodía adentro del penal haría el calorcito que disfrutab los internos que andaban en short, no uniformados con pantalón y camisola de tono gris, como sucedía en otros penales de otras ciudades. Estuvo un largo rato parado en la banqueta, viendo pasar a tipos de traje y corbata entrando y saliendo de los juzgados ubicados en un costado del portón. Sonrió. Se acordó del chiste que decía que no hay crudo que no sea
Atril: El mejor regalo

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