Caben cada vez menos dudas de que habitamos con entusiasmo indisimulado la época de la adoración tecnológica, y de que no se trata ya del simple uso de herramientas crecientemente sofisticadas, sino de la veneración ciega ante el altar digital que se ha instalado en cada rincón de la existencia humana, ante lo que no cabe sino alertar de que esta tecnolatría contemporánea revela una mutación antropológica profunda, aunque imperceptible: el sujeto se ha convertido en objeto de sus propios dispositivos.

Ya Heidegger advertía sobre el peligro del “Gestell”, ese modo de ser en el que la técnica no se limita a transformar el mundo, sino que condiciona y hasta determina cómo experimentamos la realidad. Hoy, esa advertencia se ha materializado con una virulencia inédita, de manera especialmente

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