INo precisó imaginar, Borges, una biblioteca invisible; su ceguera prematura le negó ver la luz de los libros, la sombra sobre sus lomos, el polvo acumulándose en las cubiertas, el óxido avanzando sobre las páginas. Pero imaginó bibliotecas imposibles, perfectas, infinitas. En “La biblioteca de Babel” (Ficciones, 1944), especuló un universo formado por todos los libros posibles, en inabarcables anaqueles: “Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad”, dijo.
Tampoco pudo imaginar bibliotecas arrasadas. Ni aquella biblioteca ficticia ni la suya personal padecieron el silencio brutal del vaciamiento; incluso cuando los Purificadores del cuento borgeano “creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles”, seguían