Criar a un hijo nunca ha sido fácil, y quien diga lo contrario sabe que hay momentos que suponen un auténtico reto. Cada época tiene lo suyo, pero hoy parece que todo se multiplica: los deberes que no acaban nunca, las actividades extraescolares llenan la tarde, la prisa por llegar a todo y, además, la presión por destacar en cada cosa que hacen. En medio de ese torbellino, la inteligencia emocional suele quedar en segundo plano, como si no fuera tan urgente.

Sin embargo, los especialistas en crianza llevan tiempo advirtiendo justo lo contrario. La inteligencia emocional es tan importante como sacar buenas notas o aprender matemáticas. Un niño que sabe ponerle nombre a lo que siente y expresarlo sin miedo no sólo se entiende mejor con sus amigos o profesores, también crece con más seguridad y confianza en sí mismo. En algo en lo que cree la coach parental Reem Raouda , que tras estudiar de cerca cientos de relaciones entre padres e hijos, descubrió que en las familias donde los niños destacan emocionalmente, los adultos repiten ciertos hábitos . No hablamos de técnicas sofisticadas ni de algo complicado, son sólo estos 7 gestos que, sumados día tras día, terminan marcando la diferencia.

El poder del silencio

No hace falta tener siempre la respuesta perfecta ni soltar un consejo al momento. Muchas veces, cuando un niño está enfadado o triste, los padres tratan de animarlo rápido o llenan el silencio con palabras. Y a veces lo único que necesita es justo lo contrario: que alguien se siente a su lado y le acompañe en calma, sin prisas. Ese estar ahí, sin hacer nada ni tener que presionar, le da seguridad y le enseña que no pasa nada por sentirse así. Poco a poco descubren que el silencio también ayuda, que puede ser un lugar donde ordenar lo que sienten antes de volver a estar tranquilos.

Poner nombre a las emociones

Una de las claves más repetidas por psicólogos y educadores es ayudar a los niños a identificar lo que sienten. No es lo mismo decir «estoy mal» que «estoy nervioso porque mañana tengo examen». Los padres que ponen palabras a esas sensaciones les enseñan a reconocerlas y a expresarlas sin miedo. Así, en lugar de guardar la rabia o la tristeza, los niños aprenden a compartirla y a buscar apoyo cuando lo necesitan.

Pedir perdón cuando toca

Pedir perdón a un hijo no hace que un padre pierda autoridad, aunque a muchos les cueste verlo así. De hecho, pasa lo contrario. Cuando un adulto reconoce que se ha pasado de la raya o que ha cometido un error y lo dice en voz alta, el niño aprende algo muy valioso: que todos fallamos y que lo importante es arreglarlo. No hace falta un gran discurso, basta con una disculpa sincera. Ese gesto, por pequeño que parezca, fortalece la confianza y muestra que la relación se cuida con respeto, no con imposiciones.

No forzar la cortesía

Seguro que más de una vez has escuchado a alguien insistir: «da las gracias» o «pídelo por favor». Aunque la intención es buena, forzar esa buena educación o modales, puede hacer que estos se conviertan en algo mecánico y sin intención. Los padres que apuestan por la inteligencia emocional prefieren dar ejemplo. Usan esas expresiones de manera natural en casa, y los niños, al escucharlas repetidas veces, terminan imitándolas por sí solos. Es un aprendizaje que cala mucho más que una corrección constante.

Atender las pequeñas preocupaciones

Un juguete que desaparece, un dibujo roto o un amigo que no quiere jugar parecen asuntos menores para un adulto. Pero para un niño son problemas reales. Restarles importancia sólo transmite la idea de que sus sentimientos no son válidos. Los padres que se detienen, escuchan y dan valor a esas pequeñas inquietudes enseñan a sus hijos a confiar en ellos y a sentirse valorados. Esa atención refuerza la autoestima y hace que, con el tiempo, se atrevan a hablar también de lo grande.

No dar siempre la solución

Es tentador resolver los problemas por ellos: elegir, decidir, cortar el conflicto de raíz. Pero hacerlo constantemente les quita la oportunidad de aprender a decidir. Un hábito sencillo es devolverles la pregunta : «¿tú qué harías?» o «¿qué opción te parece mejor?». Así, poco a poco, los niños van probando, se equivocan, corrigen y desarrollan su propio criterio. Esa autonomía cuando son todavía pequeños se convierte más tarde en confianza y pensamiento crítico.

Aceptar el aburrimiento

Dejar que un niño se aburra puede sonar raro, incluso contradictorio para muchos padres. Estamos tan metidos en la costumbre de llenar cada minuto con pantallas, juegos o planes, que cuando no hay nada parece que falta algo. Pero ese «nada» es justo lo que a veces necesitan. En esos ratos inventan, sueñan, se entretienen solos o simplemente aprenden a estar tranquilos. Y eso también es crecer.

Al final, todo lo que hemos explicado no son fórmulas mágicas ni grandes teorías. Son gestos del día a día. Cosas pequeñas de inteligencia emocional que, si repetimos una y otra vez, van dejando huella. La crianza nunca es fácil, pero poner la emoción en el centro suele ser una apuesta que merece la pena.