Las redes sociales y la tecnología -especialmente la inteligencia artificial- están logrando algo inquietante: que desconfiemos de todo. En un país donde los “vivos” operan 24×7, esta desconfianza se convierte en una tentación para aggiornar las reglas del delito. Uno de los efectos más visibles es la desaparición de la espontaneidad tal como la conocíamos.
Hoy, los gestos genuinos parecen requerir validación digital. El hijo que le regala entradas al padre para ver al club de sus amores no solo lo hace por afecto, sino también por la oportunidad de grabarlo, subirlo a redes y lograr que se viralice. La emoción se vuelve digitada, previsible, diseñada para sumar clics. ¿Conmueve? Tal vez. ¿Sorprende? Difícil.
Hace unas semanas, el periodista Eduardo Feinmann cayó en la trampa de una imag