Cada noviembre, en un pueblo de Ayacucho, se celebra una fiesta en la que los habitantes se disfrazan de esqueletos y recorren las calles bailando. Se cree que los difuntos regresan ese día para compartir con los vivos.
Los trajes son elaborados con telas blancas pintadas a mano, y muchos llevan máscaras de calaveras sonrientes. El ambiente es más festivo que solemne, con música de huaynos y comparsas.
Los danzantes visitan casas y cementerios, donde los familiares les ofrecen comida y bebida como si fueran los propios muertos regresados. La mezcla de risa y respeto caracteriza la jornada.
Antropólogos consideran esta fiesta un claro ejemplo de sincretismo andino, que une ritos prehispánicos con celebraciones cristianas.